Por: *Christian
Saldívar Fano
Está agitada. Teme
llegar tarde, quizás él ya se arrepintió. Sube los escalones, de prisa.
Tropieza, pero no cae. Se sujeta de la baranda. El pasadizo está encerado: no
conviene correr con zapatos altos. Se los quita, los avienta por detrás. ¿Qué
más podía hacer? Salió tarde, aunque, a estas alturas, poco debió importarle.
Busca en su cartera
la llave que Ernesto le ha dado desde hace dos días:
––A las cinco y
media.
––¿Por qué?
––Son mis términos.
––Pero yo salgo a las cinco…
––¿Y? ¿Quieres hacerlo o no?
––Sí. Estoy decidida… No me importa…
––¡Ya! Entonces, cinco y media.
Tomó un taxi, sola, por primera vez. No había
tráfico pero el camino se le hizo largo. Pagó con un billete de veinte y esperó
el cambio, aunque, a estas alturas, poco debió importarle.
Abre la puerta. Las pupilas se expanden, la
garganta se seca: el cuerpo cuelga del techo, inmóvil, fresco, sujeto por el
cuello del nudo en la cuerda. Ella grita de espanto. O ¿Piensa que grita?
Llora, enfurecida. Azota la puerta, camina hacia el cadáver:
––¡Maldito!, ¿no has podido esperarme? ¡Maldito!
¡Quince minutos! ¡Quince minutos!
Fin
* Escribano Peruano.
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