14.2.14

A 40 años de la toma de la Casa Grande en Nepantla de las Fuerzas de Liberación Nacional

Hay fechas que significan cosas diferentes de acuerdo a dónde se ubique uno y por consiguiente se celebran de manera diferente. Hay quienes celebran recordando y rindiendo homenaje a los que decidieron vivir por la patria o morir por la libertad. 
El 14 de Febrero de 1974 fue la fecha en la que el ejército tomó por asalto la llamada Casa Grande en San Miguel Nepantla de las Fuerzas de Liberación Nacional, la organización revolucionaria que fue la semilla de lo que hoy conocemos como Ejército Zapatista de Liberación Nacional. A continuación un recuento de lo que sucedió ese 14 de febrero:
“Ese día, a las 23:00 horas, Salvador conectaba y desconectaba los últimos cables de ese día en los aparatos de radio, Sol se deshacía las trenzas en su habitación preparándose para dormir, al igual que María Luisa y yo que leíamos en nuestras habitaciones. Gabriel terminaba de limpiar la cocina y Martín y Manolo batallaban todavía con un acumulador, cuando el ejército opresor, así como agentes de la policía política, que habían rodeado la casa, lanzaron al interior granadas incendiarias, acompañadas de una lluvia de balas, al tiempo que intimaban rendición: ¡Es el ejército! ¡Ríndanse! ¡Están rodeados! ¡Es el ejército!
Empuñando nuestras armas personales, nos dirigimos, apagando luces por el camino, hacia el cuarto de María Luisa, que quedaba entre el de Sol y el mío, para recibir órdenes de Salvador, que se encontraba ya en esa habitación con los documentos de seguridad que debía defender con su vida y embrazando una carabina M-l, única arma larga funcional que había en la casa. Sol, María Luisa y yo teníamos revólveres calibre 38, Gabriel y Martín pistolas escuadras Colt calibre 38, Manolo y Salvador escuadras Browning de 9 mm.
María Luisa, que había perdido sus anteojos, decía a quienes pudieran preocuparse de eso, que lo dejaran, que realmente no le hacían falta. Manolo rebuscaba en el clóset y preguntaba a Salvador si por lo menos nos llevábamos las armas cortas. Salvador lo descartó, dijo que había que irse, ya. En ese momento empezaron a lanzarnos gases lacrimógenos. Salvador repitió la orden:
¡Vamonos!
Salimos por la puerta de la cocina, cubriéndonos con la sombra de la Jacaranda, el aljibe y los gallineros. Pegándonos a la pared de la cocina, dimos vuelta a la derecha, metiéndonos en el estrecho pasillo formado por la barda y la pared del fondo de la casa; Salvador pretendía que saltásemos la barda por ese lado. Aun cuando casi sin intervalos entre nosotros, el orden en que marchábamos era: Salvador, Sol, Gabriel, María Luisa, Ana, Martín y Manolo. Recargada sobre la pared de la cocina al principio del pasillo, hacía tiempo que habíamos dejado una escalera para revisar el tinaco; al dar vuelta Ana a la esquina de la casa, Gabriel retrocedió unos pasos para subir a la escalera. Alguien le advirtió que no lo hiciera y él alcanzó a explicar que quería ver dónde estaban los enemigos, antes de que descargas cerradas empezaran a caer sobre nuestra posición desde el frente y el lado izquierdo, a través de la barda El movimiento había dado a conocer al enemigo nuestra posición al salimos de la zona sombreada. Nos tiramos al suelo. Los compañeros que venían detrás de mí no habían alcanzado a dar vuelta. Primero me jalaron hacia ellos, yo moví a María Luisa tendida delante de mí, pero ya no me respondió; luego me indicaron con señas que los siguiera.
Nos arrastramos hacia la parte baja del terreno, protegidos por el aljibe y el gallinero; al final del aljibe hicimos alto. Parapetados ahí, oíamos claramente los gritos de los traidores, Nora gritaba histérica: ¡Entrégate Salvador! ¡Prende las luces… entrégate Salvador! ¡Están rodeados! Prendan las luces…
Desde ese lugar Manolo intentó regresar hacia la posición de los otros compañeros para ver si era posible auxiliarlos; pero como en esos momentos el tiroteo sobre su posición y las que estaban próximas a ellos era sumamente intenso, esperaba a que disminuyera un poco cuando una granada luminosa que estalló en el lugar de los compañeros a unos 12 metros de nosotros, nos hizo tendernos. Posteriormente empezamos a arrastrarnos, cubriéndonos con los desniveles del terreno, hasta alcanzar la barda, en el sitio donde había una perrera grande, junto a un nopal, que nos cubrieron al saltar hacia la casa vecina.
Primero saltó Manolo, luego Martín, quien al caer al suelo tropezó con algo que hizo mucho ruido enterando nuevamente al enemigo de nuestra posición y finalmente yo; en cuanto pisé el suelo corrí siguiendo a Manolo hasta que nos topamos con unas viejas porquerizas desocupadas que se extendían a lo largo de la pendiente del terreno. Entramos a una, sin techo, detrás de la cual había un olivo. Nos reunimos ahí con Martín. Manolo nos indicó rápidamente que saltaríamos la barda por ahí procurando que el enemigo no se percatara; una vez afuera, los tres nos escurriríamos, si era posible, o correríamos hacia el monte disparando si se hacía necesario. Iría él primero, después, si no oíamos ruidos, Martín, y luego yo. Me dio la mano, sonrió (estábamos casados), ya del otro lado nos hizo una seña, nos disponíamos a saltar cuando nos ordenó regresar en forma apremiante.
Hizo varios disparos, y enseguida empezaron a dispararnos desde varios puntos. Manolo volvió a encaramarse a la barda, luchando por regresar con nosotros. Los reflectores lo iluminaron, hasta que fue resbalando hacia el otro lado. Todavía oímos más disparos suyos. Después nos enteraríamos que herido, luego de ser identificado por Napoleón, fue rematado de un tiro en la cabeza por el enemigo.
Martín me arrastró tres o cuatro porquerizas más abajo, nos agazapamos en otra. Me tranquilizaba: “Tenemos que salir para avisar a los demás, son las 00:00 hrs., tenemos cuatro horas, después habrá mucha luz”.
Me preguntó si estaba herida, me recomendaba que una vez saltando la barda no fuera a parar, que corriera pasara lo que pasara.
Seguimos ahí bastante rato, de vez en cuando conversábamos. Discutíamos acerca e si el ejército utilizaría o no aviones esa noche, cuando el ruido de un helicóptero que sobrevolaba en círculos la zona nos interrumpió. Ahí seguíamos oyendo, lejanos, de tanto en tanto, los gritos de los traidores, y también los del ejército conminándonos a entregarnos, avisándonos que habían tomado ya la casa.
Un disparo que le hicimos a un policía que cruzó enfrente de nuestra posición, nos obligó a movernos, por fin, de ese lugar.
Cruzamos el patio, arrastrándonos de nuevo, por entre unas matas que crecían cerca de la pared de la casa, y llegamos a un amplio jardín que mientras lo cruzábamos, fue súbitamente iluminado por hileras de foquitos de los que usan para iluminar las ferias. Llegamos hasta un muro de piedra donde nos recargamos. A nuestra izquierda un cuartito, posiblemente el del encargado de cuidar la casa, con una puertecita entreabierta que daba al jardín, ocupado por el ejército que tenía emplazada en el techo una ametralladora; a nuestra derecha un escalón, luego el jardín que acabábamos de cruzar. Corrimos por enfrente del cuartito y doblamos luego a la izquierda para saltar la barda de esa casa por la parte más baja y menos iluminada del terreno. Corría yo adelante (como no traía zapatos hacía menos ruido), hasta que un rozón de bala en el pie me hizo tropezar y caer. Martín siguió corriendo, ante mi insistencia, ya que seguían disparándonos. Lo seguí en cuanto me levanté, y escalé la barda por el lugar que habíamos convenido; desde arriba lo vi incorporarse trabajosamente del suelo (seguramente con la intención de ayudarme a bajar, ya que la barda era más alta de los que esperábamos) encañonado por los “sardos” que enseguida lo desarmaron, me encañonaron también, y al tiempo que me ordenaban bajar de la barda me pedían que no fuera a disparar. Al bajar caí al suelo, me desarmaron, me desgarraron la ropa en los lugares en que tenía sangre (que no era mía), colocaron a Martín a mi lado, y empezaron a dispararle, con su propia pistola “para ver si estaba cargada”.
Mis gritos atrajeron a un oficial que al llegar abofeteó a dos de sus hombres, comprobó con parecida delicadeza que estábamos vivos y nos condujo a la casa, donde nos entregó a otro oficial. Ahí los traidores nos identificaron.
EPILOGO
Para quienes fuimos aprehendidos, el epílogo de estos sucesos fue, primero, la vejación, la tortura y la cárcel; después, la “libertad condicional”, el contacto con la organización y la reincorporación a nuestras filas. Para la organización significó la más encarnizada persecución, más pérdidas de vidas y el sempiterno resurgimiento.
Finalmente, Salvador nos aseguraba que en el proceso se cometían errores, que los cometíamos nosotros, él más grave. Comentaba, con un poquito de ironía, que como ninguno de nosotros sabía hacerla y que, antes de aprender, nos equivocaríamos.
Porque además, si de algo podíamos estar seguros era de que no sería fácil, de que las dificultades no podrían contarse, que habría avances, retrocesos, estancamientos inevitables. Pero que ni en los peores momentos podríamos perder la confianza en el triunfo final de nuestro pueblo, conociendo su capacidad de lucha.
Decía un prominente miembro del aparato represivo del régimen refiriéndose a Nepantla: Es una derrota, pero una golondrina no hace verano.
Eventualmente podrán vencernos, podrán destruir la vanguardia combativa del pueblo -un accidente al que está siempre expuesta- pero no podrán ni terminar con las causas del descontento popular, ni detener la marcha de la historia.
Este día, 14 de febrero, rendimos homenaje a los compañeros que, en distintas fechas y lugares, han caído cumpliendo su deber de revolucionarios.
1974
Co. Salvador
Co. Manolo
Ca. Soledad
Col. Gabriel
Ca. María Luisa
1975
Ca. Aurora
Co. Gonzalo
-Del Libro de Historia sin Nombres ni Rostros. F. L. N.

No hay comentarios.: